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viernes, noviembre 03, 2006

LA CELEBRACION...

El Día de Muertos: Una celebración auténtica


Mi mamá, educada por mi abuela y ésta a su vez por la suya, estaba segura de que las obras de misericordia... con las que siempre me revolví y me hice bolas, y nunca supe bien a bien cómo eran... (me daban mucha risa cuando mis compañeros del catecismo las tergiversaban todas y las recitaban al revés: enseñar al desnudo, dar de beber al enfermo, visitar al sediento, dar de comer al que no sabe, etc...

Pero les decía que mi mamá pensaba, estaba segura, de que estas obras de misericordia deberían de cumplirse literalmente... y ahí nos mandaba a aquellos tétricos velorios de los hijos de Justo, a cumplir con la más terrible, la de enterrar a los muertos.

Que el niño se moría... y tal cual lo ponían en el suelo con sus velones, porque el contacto con la tierra daba indulgencias. Y nosotros ahí... Y ahí, en ese suelo de tierra apisonada lo amortajaban, y nosotros ahí... Luego le traerían su cajita blanca y comenzarían los rezos y el chirriar de tripas y el crujir de dientes. Y nosotros ahí... Todos xiláan, como se dice, erizados como pollos pelones con las plumas esponjadas y horripilados, mirando como hipnotizados al finadito sin quitarle los ojos de encima. Lucindo, me acuerdo que se llamaba el pobre niño. Quién sabe de dónde sacaban esas cosas, pero el niñito aquel quedaba vestido de blanco y con unas flores y una vara como de San José y creo que hasta una corona, no me acuerdo muy bien -que así, como un reyecito lo pondrían en aquella mesa, ahora que lo pienso tendría que ser la misma mesa de los santos y la comida- así, entre cánticos sollozantes.

Le rezaban y le lloraban y tal pareciera que le estaban dando pormenores de que ya no estaba en el mundo de los juegos, con nosotros, y que ya había que tomarse las cosas bien en serio, como les digo. Tampoco sé de dónde salieron tantos vecinos y parientes, pero de pronto llegaban y llegaban a la casita aquella, cariacontecidos y chinchinpiles, las mujeres escondiendo la cara tras sus rebozos, cada quien con su óbolo, sus botellas de aguardiente, sus gallinas -vivas naturalmente- y sus condimentos y sus pañuelitos, hechos chach, como con envoltorios de dinero.

Pasarían luego, después del entierro -a donde sí no nos dejarían ir o más bien no nos mandaban, que no es lo mismo- los días del novenario, con sus nocheras y sus horchatas y majablancos, en donde el animita de aquel niño se iba enterando poco a poco, durante ocho días, de su nueva situación de difunto, para que, al fin de cuentas, seguramente libre de polvo y paja, como uno de esos globos de gas que se escapan, pudiera tomar su camino al cielo...

He dicho que al cementerio no nos mandaban. Es cierto. En Yucatán, los niños y las mujeres no van al cementerio. Creo que hasta hoy. En otros lados, las mujeres comen encima de la tumba de sus familiares, se emborrachan los deudos, juegan los niños... lloran todos juntos. Aquí no. Cuando menos no nosotros, digo, en mi casa. Tal vez le hemos sacado demasiado al parche, pero yo no conozco los panteones más que de pasadita.


Sólo cuando murió mi madre... (esa vez fui por primera vez... recuerdo que los coches de los asistentes al duelo a la puerta de mi casa eran tantos que parecían darle la vuelta al mundo) y cuando murió mi padre... cuando yo, como varón hube de presidir el duelo... y más nunca. Alguna vez, digo, al entierro de un amigo, a la ceremonia de algo, pero no muchas veces... Ni en mi casa de soltero ni en la de casado... ni somos, ni hemos sido de ir a los cementerios, y tal pareciera que somos seguidores de aquello de que el muerto al hoyo y el vivo al bollo. Pero no. Yo les juro que a mis muertos, familiares, amigos, los adoro y para mí, aún viven conmigo, y como y bebo y me baño y camino con ellos a donde quiera que yo vaya, como si fueran parte de mí mismo. Pero a los panteones no.
Todo esto lo viví, lo vi yo mismo con estos mis propios ojos que, desgraciadamente, se los va a comer la tierra... -no se sonrían- igual que a los de ustedes. Nada de esto me gustó haberlo visto, pero en cambio, eso sí, hasta hoy lo recuerdo muy bien.
Tanto como recuerdo haber sido testigo ahí mismo de la celebración más auténtica del Hanal Pixán. El 1 de noviembre. Todo empezaba cuando aquel Justo, con sus artes de bombero, comenzaba a escarbar un hueco en la tierra para hornear los pibes. En él meterían entre él y sus hijos una cama de leña seca a la que luego le prendían fuego como para hacer carbón... y ya cuando estaba la candela asomándose y saliéndose por los bordes, le echaban unas piedras de gran tamaño, como de albarrada...
Ahí, en ese agujero, hornearían todo lo que era horneable: pibispelones, pibinales, mucbipollos y chachachuajes... luego le echaban agua, un poco, para que aquello vaporizara, y lo tapaban todo con tierra... Y yo, ahí me estaba, a las orillas, cerca de la veleta, mirándolo todo, agachado y meditabundo...
A mí me gustaba hacerle k'oy a la masa cruda revuelta con la manteca y el achiote -y sacarle un tremendo tsuk'aso-, antes de que terminaran de tortear las tapas de los mukes y comenzaran a envolverlos en sus hojas de plátano. En todas las casas yucatecas hay, todavía, su rincón de matas de plátano para estos menesteres y los tamales... antes, hasta para tortear sobre sus hojas. Comerme el ts'uk de masa de aquel k'oy, saborear el gusto de la mantecada y el achiote, era como un anticipo, un adelnto del agasajo inminente.

Si estos amasijos y t'anes -porque la vianda siempre lleva su t'an- se hacían en la cocina de mi casa, adentro, como se dice... allá afuera, en aquella casa depaja mientras tanto, hervía el relleno negro con su santo aroma de epazote y chiles quemados -qué tos Dios mío, qué tos-, para que reinara entre todos los platos de la dichosa mesa que luciría magnífica, entre flores, velas y delicias, mil delicias para que sólo las vieran los finados y nos las comiéramos los puros vivos.

Fernando Espejo